lunes, 24 de diciembre de 2012

QUERIDO ESPÍRITU DE LA NAVIDAD DORMIDO.


Llega tarde este año. No sé dónde está ni en qué anda metido pero aún no ha llegado. ¡Qué extraño! No le siento en mí...

Cada Diciembre aparecía con ganas de darle la vuelta a todo. Traía consigo un batallón de buenos augurios haciendo que me rindiera ante su implacable fuerza. Era inevitable no contagiarse de su risa poderosa. Vestía los días con melodías pegadizas típicas de la época. Lo decoraba todo con abetos, papa noeles y reyes magos. Me hacía creer que quizás algún día aparecería la estrella fugaz iluminándolo todo. Llenaba mi alma de inocencia despertando al niño que nunca pierdo. Pero este año no ha hecho acto de presencia todavía, y yo estoy algo preocupado.

Me he puesto a indagar: he buscado en internet, me he visto todos los telediarios, he leído todos los periódicos, incluso he preguntado por whatsapp, pero no hay respuesta. No hay ni rastro de su sombra ni de su cuerpo. Los mayores suelen decir que es normal, que con el paso de los años deja de venir a visitar. Otros dicen que es cosa de la dichosa crisis y de todo ese vendaval. Y hay también quien dice que él es así, caprichoso, y sobre todo, invisible, por eso no se puede ver. Eso ya lo sé: no se puede ver, pero sí sentir. Yo, al menos, así lo he sentido cada vez que el calendario llegaba a su última hoja, pero por más que he cerrado los ojos bien fuerte este año para dejarlo todo de lado y hacerle hueco en mí, no aparece... Lo siento, por mí y por todos mis compañeros.

Cuando recuerdo la sensación de júbilo navideño por el simple hecho de sentirle a él en mis adentros se me llena el aire de risa. Es la más estúpida excusa para ser feliz y hacer a los demás sentir que la vida es bella. No sé si lo inventaron unos grandes almacenes o una famosa marca de refrescos: ¡eso me importa un pimiento!. A mí me encanta la idea de que por ser humanos como somos, para terminar el año, paremos un instante y hagamos balance de lo bueno y malo (al menos eso nos dicta Mecano). Siempre sale cara, siempre mi sonrisa gana, siempre la vida continúa a pesar de las pérdidas en la batalla. Por eso siempre hay una hoja en blanco en mi cabeza esperando a ser rellena: muchos sueños esperan en la trastienda para ser conquistados, propósitos que engalanan, muchos de ellos, sin las personas que quiero, no valdrían nada.

Entonces descuelgo el teléfono y llamo, pero de nuevo no contesta. Me desespero y saco de mi desesperanza un último aliento. Desplego esta postal navideña improvisada y le escribo:

Querido espíritu de la Navidad, espero te llegue pronto esta carta. Mi cuerpo anda dormido en los laureles y no quiere creerse que la nieve puede caer sobre nosotros a pesar de que el frío no congele. Te echo de menos y lo estoy pagando con mi humor algo amargo: me cuesta seguir viéndolo todo positivo, te necesito. Y si no apareces... Vale, me dejo de amenazas. Rectifico: si no apareces, voy a tener que ir a buscarte. Me da igual si te escondes en la sombría rutina o si te quieres poner un alto caché para este tiempo en que no hay dinero ni para risa. No me importa si huyes de mí porque ya no soy un niño porque yo aún te encuentro en el lugar donde se encuentran mis juguetes dormidos. Disfrázate de lo que quieras, ocúltate bajo cualquier estúpida guerra, que mi espíritu de la Navidad no se escapa de mis zapatos más allá de la suela. Sé dónde estás, no tienes escapatoria: estás en las miradas de aquellos que acompañan mi sonrisa, en los que conmigo brindan, metido debajo de sus camisas, bajo sus faldas elegantes y ceñidas; en las arrugas de los que todo lo han visto y en las carcajadas de los que llegaron para iluminarlo todo; en la nostalgia que colma nuestras copas de champán, en el brisa que nos acaricia recordando aquellos que ya no están; en todas las cosas bellas que están por venir...

Estás ahí, a mi lado del sofá. No te vuelvas a escapar.

Feliz Navidad.




sábado, 22 de diciembre de 2012

EL ÚLTIMO BAILE DE NUESTRAS MIRADAS.



Hacía ya una semana que Daniel se había cruzado en el metro con aquel hombre atractivo de piel morena y barba de más de tres días, de ojos inmensamente brillantes y expresivos, de sonrisa vestida de inocencia con picardía, y desde entonces no le había vuelto a ver. Tan sólo en sus sueños, y en los momentos en que obsesionado, le buscaba al entrar cada mañana en el vagón con dirección a la gran ciudad. Pero nada más.

Dicen que cuando dejas de esperar, aparece aquello que estás deseando. Pues bien, aquella nueva mañana de otoño en Nueva York en que Daniel justo había abandonado cualquier posibilidad de encontrarse con aquel hombre... tampoco fue la propicia para reencontrarse con él en el trayecto. El dicho no se cumplió y el joven chico siguió con su rutina. Pero se había quedado con las ganas de hablar con él y decirle que le resultaba atractivo sin que sonara extraño, locuaz, o premeditado, sin que pareciera que Daniel buscaba algo más, porque no era eso. No. Lo que buscaba era que aquel atractivo hombre estuviera en conocimiento de que le había hecho disfrutar con ese baile de miradas que mantuvieron ambos. Nada más, al menos en un principio.

Cogió sitio en el mismo vagón, a la misma hora, y acompañado de muchas caras ya familiares. No hacía tanto que vivía en aquel barrio pero ya era capaz de reconocer a las personas que diariamente se dirigían a sus quehaceres al igual que hacía él. Coincidían por casualidad unos con otros en su dirección y en sus horarios. Sus vidas se conectaron por azar debido a sus obligaciones. Por azar también fue por lo que bailó con él.

En uno de esos chequeos que Daniel soltaba con la mirada, volvió a descubrirse involuntariamente buscando el rastro de aquel hombre. Aquel producto químico que viajó entre sus miradas aún permanecía en sus entrañas. Daniel era así: le gustaba imaginar y dejarse llevar por las puertas que quedan entreabiertas, por los momentos que desprenden belleza y despiertan al corazón, y a menudo se amarraba al resquicio del recuerdo de estos. Aquel baile de miradas le había marcado y rápidamente se había enganchado a una persona desconocida. Fantaseó con su vida.


Se colocó sus auriculares de tamaño notable, los cuales le evadían del mundo exterior con ese sonido envolvente, y dio al play aleatoriamente. Sonaron los acordes de aquella adorada y tan famosa canción. Y llegó el estribillo: "Never mind I'll find someone like you [...]". Pensó entonces Daniel que sería cierto, que tal como decía la canción él encontraría a alguien como aquel hombre, a alguien igual. Ni siquiera le conocía pera pudo intuir de aquel momento que vivieron que su alma era bella y que habría conectado a la perfección con las células de su cuerpo. Pero, ¡qué absurdo!, ¿no?, creer en que a través de los ojos uno pueda vislumbrar el interior de una persona. Daniel no pensaba que ese mecanismo de reconocimiento fuera absurdo, pero sabía que no tenía sustento en la razón. No le importaba, él prefería pensar que la belleza se puede encontrar fácilmente si estás predispuesto a verla. Esto iba incluido en la parte de su persona que él llamaba su "toque de inocencia", que a veces para bien y otras para mal, le caracterizaba. Él no entendía otra forma de ser con su ser, asique era lo mejor que podía hacer: seguir siendo inocente a la hora de creer en la belleza de las personas.


Llegó a su destino y tras salir del vagón a regañadientes por la cantidad de gente que salía mezclada con la que maleducadamente entraba, se dispuso a empezar su día.

- ¡Buenos días Empire State querido! -se decía a sus adentros al subir las escaleras de salida de la estación en la que siempre bajaba-.

Aquel singular e imponente edificio era lo primero que veía al entrar en contacto pleno con la ciudad y lo cierto es que eso, ese hecho de saludarse mutuamente rascacielos y chico, le recordaba que estaba allí para vivir su sueño. Siempre lo había querido: mudarse a la gran ciudad, y por fin lo estaba cumpliendo. Se sentía muy afortunado y vivo y eso se notaba fácilmente en su brillante mirada y en su irradiante sonrisa. ¿Qué pensarían los viandantes vestidos de trajes oscuros y de prisa, con cafés en mano corriendo de un lado a otro, al verle pasar a él feliz, irradiando luz, como si partiera el aire con cada paso?. De seguro, pensaba Daniel, no apreciaban lo que ante sus ojos tenían cada día por eso no eran capaces de sonreír. Multitud de personas de todas partes del mundo, cantidad de coches amarillos, ruido y poco silencio, niños, mayores y soldados, mujeres rompiendo moldes y chicas de tallas estrictas modelando, tiendas que generan dinero, edificios, más edificios y rascacielos, y souvenirs para no olvidarse de todo aquello. Eso era la vida de la ciudad. Luces, semáforos, calles y avenidas. Todo eso era lo que Daniel tenía que pasar hasta llegar a la academia donde día a día trabajaba el otro de sus propósitos de aquel viaje. El primero estaba claro: era el simple hecho de vivir en la gran manzana. El segundo: mejorar el inglés, o por lo menos, ser capaz de utilizarlo para tener la posibilidad de relacionarse con personas de cualquier parte del planeta. A Daniel no le gustaba la idea de pensar que tanta gente como hay en el mundo no pueda ser descubierta. Le atraía conocer diferentes culturas, personas y no le gustaban las barreras que a menudo nos separan. En realidad, no le gustaba ningún tipo de barrera. El idioma no quería que fuera una de ellas, y quizás por eso su empeño siempre de aprender numerosas lenguas. Entró en clase con ese ánimo que nadie comprendía y se sentó en la que ya había tomado como "su silla".



- Esto no es lo que andamos buscando Hassan. No sé en qué piensas últimamente pero desde hace unos días tu trabajo está siendo muy escaso de ideas. Nada que ver con lo que nos tienes acostumbrados y no podemos permitírnoslo. -Le dijo el jefe del departamento de ventas de una conocida marca de marketing a Hassan-.

Hassan reflexionó sobre ello. Sabía que desde hacía una semana su trabajo estaba como estancado, carecía de ideas. Intuía la razón: llevaba exactamente seis días sin poder dormir bien y eso se estaba notando en su rendimiento. Le rondaba la mente un pensamiento que creía había desaparecido de su cuerpo y eso hacía que no descansara. Sabía que eso le estaba afectando también a su relación pues no tenía ganas de nada, quizás por no mentir. Él, que estaba acostumbrado por su puesto de trabajo a vender una imagen a la gente (sin importar la calidad, la verdad o la mentira del producto), no era capaz de reparar ese bache y seguir como si nada. No podía dar una imagen de que todo iba correcto y bien, ni siquiera podía hacerlo consigo mismo. Los sentimientos que cimentaban esa relación que tenía desde hacía ya un año, estaban disipándose a la velocidad de la luz por la presencia del fantasma de aquellos pensamientos que tiempo atrás, cuando era joven, tanto le anegaron por dentro. Consiguió dejarlos a un lado por entonces, pero parecía que estaban de vuelta. La razón de todo: aquel chico joven de pelo grisáceo. 



Daban ya casi las 17.00 en el reloj de su teléfono móvil, 5.00 pm como había acostumbrado a pensar Daniel en su proceso de adaptarse lo máximo posible a la cultura del país. Era la de hora de salir. Terminadas las clases, se presentaban por delante unas cuantas horas de relax, de conocer, de descubrir, de fotografiar, antes de volver a su apartamento de Brooklyn. Pero era martes y lo que tocaba era reunirse con numerosos compañeros en "el bar de los martes", como habían decidido apodar en un alarde de hacer suya esa tarde y ese lugar. Resultaba ya como ritual ir allí, beber alguna cerveza de grifo y de no tan buena calidad al precio de 1$ o en su defecto algún margarita por un dólar más, y hablar y relacionarse unos con otros. Desde Colombia hasta Corea del sur, de Japón a Filipinas pasando por China, de Tailandia hasta España. ¡Qué maravilla tener el mundo en sólo unas cuantas miradas!. Disfrutaba con cada detalle que conocía de otros lugares: en Corea del Sur, le relató su amiga Suk Lee, estudiaban desde las 7 am hasta las 11 pm cuando cursaban el bachillerato; en Tailandia era habitual que la comida tuviera un toque picante; en Filipinas habían heredado numerosas palabras del castellano. Parecían datos algo irrelevantes, pero a Daniel le resultaba increíble poder CONOCER en el más estricto significado de la palabra. Charlando y bebiendo, bebiendo y charlando, y con música de fondo que a ratos dificultaba aún más la conversación, dieron las 9 pm. Entonces Daniel cogió su abrigo, su mochila, y cargado con sus cuatro margaritas en el cuerpo se dispuso a abandonar el local. Un breve "see you tomorrow" dirigido a todo el mundo y una sonrisa de regalo para desnudar su alma ante ellos, haciéndoles llegar el hecho de que estar allí y haber coincidido en su sueño con ellos, le hacía feliz. Se marchó.



Hassan salía tarde de trabajar. Pensó en tomar un taxi que le llevara desde Columbus circus hasta más allá de Brooklyn bridge debido al cansancio físico, y sobre todo mental, que tenía. Pero recordó que había quedado en una parada del metro. Bajó las escaleras, pasó su Metrocard por la máquina y se dirigió hacia el andén de las líneas A y C. Esperó.



Hacía frío en las calles, el humo salía de las alcantarillas y la noche ya cubría la ciudad. La gente andaba encogida sumergida en sus ropajes, tropezando unos con otros con prisa por volver del trabajo al hogar. Daniel adoraba ese momento. Él no tenía prisa. Lo tenía todo y se veía en la obligación de disfrutarlo. Necesitaba inhalar ese aire frío que iba directo a los pulmones, mirarlo todo con esos ojos llorosos de bajas temperaturas. Consideraba este como uno de los momentos que le daban sentido a todo su sueño. Paseaba su recién estrenada independencia y sentía paz fluyendo en él. Pensaba en qué haría de cenar y qué de comer al día siguiente. A la vez recordaba pequeñas historias de su vida en Madrid. La comida de su madre, y a ella. Lo que echaba de menos llegar a su hogar y verla allí, haciendo la cena o sentada en el sofá del salón viendo cualquier programa o serie de la televisión. Daniel disfrutaba estar tumbado sofá con sofá junto a su madre enganchados ambos a cualquier serie. Le hacía sentir que aquella persona que tenía a su lado estaría para siempre incondicionalmente con él. No sólo por eso. A la par que seguía paseando en dirección al tren moldeaba su iluminada cara al contemplar la multitud de gigantes de ladrillo alzados a lo largo y ancho de la ciudad. Se sonreía al pensar en las cuatro torres que reinan sobre el cielo de Madrid. Y pensó también en toda la demás gente que tenía más allá del charco, sonrío un poco más. Esta vez por dentro. Llegó a la estación de la 42 St. con la 8ª Ave. donde tomaría el tren. Se dirigió hacia la mitad del andén por donde pasaba la línea C y E, y esperó sentado en un banco.



Se escuchaba llegar un tren. Era el A. No era el más adecuado para llevarle hasta su casa, por eso Hassan dudó por un instante. Al final se resignó a esperar al C que le llevaría hasta casi la puerta de su casa. Se entretuvo chequeando el móvil para ver si tenía alguna llamada, algún mensaje o algún correo. Pensó en el día tan cansado que había tenido, en lo que su jefe le había dicho, en cómo su relación sentimental estaba cayendo en picado... y una vez más se acordó de él: de aquel chico joven de pelo grisáceo y mirada soñadora, con sonrisa ilusa auguradora de grandes cosas, con timidez en sus actos y seguridad en sus latidos, que ocultos, se vislumbraron. Llevaba ya una semana anclado al recuerdo de un chico desconocido con el que se había cruzado. Se arrepintió todos esos días de no haberle seguido los pasos para preguntarle cualquier estúpida cosa como si estaría libre esa misma tarde para tomar un café y quién sabe qué más. Se agobió al pensar que años atrás estos sentimientos por alguien del mismo sexo le hicieron recapacitar sobre todo su mundo: su religión, su familia, su cultura, su vida. Estuvo a punto de jugárselo todo por seguir al corazón, pero no tuvo agallas, y quiso ahogar aquellos pensamientos. Hice un esfuerzo inmenso por dejar de pensar en ello y volvió a la Tierra, al andén donde estaba esperando. Miró la hora para controlar que no llegara tarde a la parada de metro donde había quedado con su pareja para volver juntos a casa y tratar de encaminar su relación de nuevo. Esa noche trataría de arreglar la discusión que habían tenido al despertar. Después cenarían y antes de ir a dormir le dedicaría algo de tiempo al proyecto que tenía entre manos y así volver a hacerle ver a su jefa que seguía siendo su trabajador número uno. Justo antes de que pudiera ocupar un asiento que había quedado libre en uno de los bancos de madera que están dispuestos en los andenes, allí estaba aquel viejo aparato, ya no locomotor sino eléctrico, con una C en su delantera indicando la línea que era.



"Próxima parada: 42 St. Times Square." -Dijo el controlador del tren que ocupaba Hassan y algunas cuantas personas más. Había demasiada gente. Daniel pensó entrar en un vagón, pero viendo el aforo que este tenía, viró y se dirigió hacia otro. A punto de cerrarse las puertas, consiguió reabrirlas poniendo la fuerza de sus brazos en ellas, haciendo al controlador rechistar y permitirle entrar a tiempo. "Uff, por los pelos..." -Pensó Daniel- y empezó a despojarse de algunas ropas algo acalorado. Buscó sitio manteniendo el equilibrio cual equilibrista de circo debido al traqueteo del tren. No pudo concentrarse en lo demás, sólo en sentarse y entonces respirar y descansar por un rato. Siempre solía pensar en el trayecto de vuelta como el tiempo en que inevitablemente echaba una cabezadita. Pero no pudo cerrar los ojos. Sus latidos empezaron a palpitar con mayor fuerza, a un ritmo veloz. Empezó a sudar. Intentó controlar el tembleque que sus manos delataban. No podía creer lo que vio al dirigir su mirada hacia el lado izquierdo del asiento frente a él. Entonces sí, creyó que cuando menos lo esperas, y esta vez de verdad, aparece algo que nos hace palpitar. Puede que por obra del destino, puede que por absoluta casualidad, pero allí estaba en el tren C con dirección Brooklyn, sentado frente a aquel hombre atractivo de piel morena y barba de más de tres días, de ojos inmensamente brillantes y expresivos, de sonrisa vestida de inocencia con picardía... Sentado frente a Hassan. Ambos se percataron en el mismo instante y sus facciones mostraron el asombro. Primero fue la sorpresa y de seguido fue una sonrisa sincera y bella en las caras de ambos. Para Daniel eso fue una señal más de la paz con la que venía caminando desde el bar. Para Hassan fue como un aliento de aire fresco para un día no muy bueno. El tiempo se paró, o eso creyeron ellos. Había más personas a su alrededor pero no les importó lo más mínimo. Inconscientemente, como si lo hubiesen acordado al no despedirse la última y única vez que se vieron, decidieron retomar aquel baile de miradas, que ahora ya, no eran desconocidas. Esta vez fue un baile aún más bello, no querían pisar a su compañero con los pies. Cuidaron todo detalle: cada parpadeo sincero, cada suspiro callado, cada sonrisa esbozada con tinta de amor verdadero,...

- ¡Basta! Ya es suficiente... -Pensó Hassan en sus adentros. Pero nada tenía qué hacer su razón en aquella situación que era capitaneada por el corazón como si en ello le fueran los pálpitos. Entonces se decidió. Una persona que estaba sentada junto a Daniel ayudó a que tomara la decisión pues abandonó el trayecto en la siguiente parada. Le lanzó un guiñó de ojos y se levantó. Y fue a ocupar el asiento de al lado de su chico joven de pelo grisáceo. Tal fue su decisión que nadie se atrevió a mantener un pulso por ver quién lo ocupaba. Se sentó a su lado. Daniel le miró con timidez y sonrió. Y entonces acabó la presión.

- ¿Cómo te llamas?. -Preguntó Hassan.- Llevo días jugando a imaginar tu nombre pero resultaba absurdo si no podía confirmarlo.

Su voz atravesó los poros de Daniel provocándole un inmenso escalofrío, bien sea por el rubor que le provocaba que un desconocido se dirigiera a hablarle o bien porque el tono de su voz, grave pero dulce, le hizo sentir como si estuvieran los dos solos en una habitación iluminada tan sólo por las velas que acariciaban su cuerpos desnudos.

- Daniel, me llamo Daniel. ¿Tú? -Contestó Daniel con seguridad tras retomar el control de sus constantes vitales.

- Hassan. El otro día parecía que querías decirme algo... -Sugirió Hassan.-

- Ehh... bueno... lo cierto es que fue curioso, ¿no?. Creo que más bien era cosa de los dos, pero bueno, ¡qué importa! ¿Hacia dónde te diriges? ¿Qué haces hoy? Osea, quiero decir, que si te apetece podemos ir a tomar algo o a cenar... -Contestó Daniel, que algo nervioso, no pudo evitar decir cuánto se le ocurría.

- La verdad que me gustaría pero hoy no puedo. Si me dejas tu número... podré escribirte y quedar un día de estos. Si te parece, -Continúo Hassan- no me gustaría perder la oportunidad de conocerte, una vez más. El otro día sentí que no hacía falta hablar para ver que eres de sobra alguien interesante y bueno. Y guapo. -esto último se lo dijo medio susurrando para no ruborizar a Daniel.

"Próxima parada: Fulton St." se escuchó por la pésima megafonía que había en el tren. El alto volumen hizo que Daniel interrumpiera lo que iba a decir. Terminado el molesto sonido del controlador anunciando las conexiones propias de la parada, continuaría diciéndole que estaría encantado y que apuntase su número, pero entonces entró una chica esbelta, de piel morena, así como su largo pelo, y sus ojos castaños.

- ¡Aquí estás! No estaba segura de si te acordarías. -Le dijo a Hassan, y le plantó un beso en los labios.

Daniel se paralizó y se sintió abochornado, confundido, utilizado, dolido. En tan sólo dos segundos, que fue lo que duró el beso, su mente caviló sobre las posibilidades de lo que aquello podía significar. Uno: una íntima amiga; al fin y al cabo él tampoco había tenido reparo de regalar alguna vez un beso en los labios a una de sus amigas. Dos:... su novia, o incluso peor, su mujer. Empezó a pensar que quizás Hassan estaba comprometido o casado, o quizás ya tendría hijos y ambos estuvieran dirigiéndose a su hogar, donde una criada estuviera al cargo de sus hijos esperando a que regresaran del trabajo, para terminar su jornada laboral. En efecto, no lo supo por boca de Hassan, pero por lo que hablaron en esos primeros minutos pudo adivinar que no era una muy buen amiga, sino que era su novia, y que al parecer aún no tenían hijos sino una cena qué preparar y unas tareas que repartirse para limpiar el apartamento en que ambos vivían. Paró entonces de pensar, de escuchar y de autolesionarse el corazón. Le susurró a las mariposas que crecían en su estómago que permanecieran encerradas en sus capullos, porque al parecer, había un capullo mayor que no les dejaba salir.  Se levantó de su asiento y se apartó de ellos unos metros, lo suficiente para ocultarse entre la gente y así no ser visto por Hanna, la novia de Hassan, y lo justo para tener a Hassan en el punto de mira. En las restantes paradas hasta su destino, ambos, Hassan y Daniel, se permitieron bailar con sus miradas por una última vez. Los ojos arrepentidos de Hassan pidieron disculpas por el encontronazo. Daniel le perdonó con una mirada desilusionada. No por culpa de él, sino por sentirse tan inocente. Una vez hechas las paces, decidieron de nuevo permitirse jugar: una mirada pícara de nuevo, una de paz después, una sonrisa enrojecida y casi avergonzada por no poder decirle que le gustaría conocerse más y no llevar esa vida, con esa mujer. Pero no hacía falta hablar. Bailaban y nada más importaba. Daniel le regaló la mejor de sus miradas. Hassan la cogió al vuelo y se le saltaron las lágrimas. Se tuvo que excusar con Hanna diciéndole que se había pasado el día entero frente a la pantalla del ordenador. Esa mirada le había atravesado por dentro, con la misma sensación que se siente cuando te besan por primera vez.

Llegaron a su destino. Al igual que ellos una multitud se dispuso a bajarse del vagón. Hanna se adelantó. Hassan se retrasó y aprovecho el despiste para acercarse a Daniel. Le acarició la mano suavemente y le susurró:

- Gracias por este baile. Tienes una de las miradas más bellas que jamás he visto. Espero volverte a ver.


Daniel sonrió, sin ocultarlo. Ambos tomaron caminos separados al salir a la calle. Daniel caminó algo cabizbajo hasta su apartamento, pero no sentía tristeza. Ante todo estaba en paz. La belleza espera para quien está dispuesto a descubrirla. Su mirada había danzado con la de aquel hombre atractivo, y eso ya nadie se lo quitaba. No sabía si podría volver a verle, si bailarían de nuevo o si algún día encontrarían el momento exacto para conocerse, pero lo que sí sabía Daniel  es que jamás había vivido algo así. Eso le hizo llegar a su apartamento y olvidarse de la cena y del tiempo que marcaban las agujas del reloj. Encendió su ordenador, abrió una hoja en blanco, y se puso a escribir.


lunes, 10 de diciembre de 2012

DESTELLOS EN LA GRAN VÍA.


Eran las siete de la tarde del final de un otoño sombrío y desalentador en Madrid, y el sol andaba ya acostado dando paso a la oscuridad de la noche invernal. Diciembre se estaba haciendo de notar aquellos días y el frío calaba ya los huesos de los viandantes que, encorvados y escondidos bajos sus abrigos, paseaban contemplando la ciudad. Las bocanadas de aire exhaladas eran más que nunca frescas, y eso ayudaba a que aquel joven de pelo negro ya casi blanco pensase que una vez más tenía la suerte de la vida ante sí, a pesar de la gran nube negra que lo cubría todo. Olía a castañas, la multitud chocaba en las aceras, los coches se agolpaban en las calles emitiendo malos humos, y las luces de Navidad empezaban a despertar inocencias dormidas en la sonrisas de adultos demasiado cuerdos.


Los últimos meses estaban siendo devastadores para la economía en general, y en particular, para el país en el que él había nacido. Resultaba que todo ahora tenía un precio. Ya lo tenía siempre, pero desde hacía un tiempo, desde que rompieron la caja fuerte del planeta, las consecuencias se hicieron notar en los bolsillos de la gente, y por eso, agotados, decidieron ellos, los bolsillos, romperse en todos los pantalones también para hacernos comprender algo.
Con su mochila recién estrenada y llena de unas cuantas cosas y su cámara fotográfica, aquel joven de pelo grisáceo anduvo por esos pequeños rincones que a menudo abarrotan corazones con vida, pero que tristemente, escapa la belleza que los caracteriza de sus miradas; bien sea por todos los quehaceres que ocupan nuestros minutos diarios, o bien por el aluvión de noticias tristes que a menudo nos venden, lo cierto es que los pequeños momentos y lugares quedan relegados al olvido muy frecuentemente. Él, por suerte, desde hacía algún tiempo atrás, había empezado a crecer y comprender que a veces las cosas son más de lo que creemos ver. Las casas, los coches, las montañas, los semáforos... todas las cosas que nos rodean habían ido cambiando de concepto en su cabeza y estaban tomando fuerza. La vida en su más pura esencia se encontraba en su mirada. Las palabras y las imágenes fluían por su sangre empapando cada una de sus células. Destellos de una Gran vía iluminada llegaron a su razón, que perdida aún en el resquicio de un sueño cumplido días atrás, aún le comprimía, sujetaba y bloqueaba el corazón. Destellos de luces de colores que vistieron a sus ojos de aire limpio y puro, y fresco que fue directo a los pulmones. Suspiró. Por un instante pensó cómo seguiría siendo su vida a miles y miles de kilómetros en aquella gran ciudad que le había dado tanto y que jamás podrá olvidar. Pero en otro instante revelador comprendió que nunca hay nada definitivo. Tan sólo quizás la muerte. Entonces sonrío y disfruto de aquellas vistas que ante sus ojos se ofrecían. El presente. Las vistas de un Madrid apagado desde las alturas, y pequeño en comparación, pero iluminado en sus entrañas y grande en su interior. La sensación de no tener nada y a la vez, tenerlo todo. Flotar por el aire y creerse libre de ser uno mismo. Comienzos que resonaban con redobles de tambor reproduciendo estruendos ensordecedores en sus inquietudes. Desfiles de ideas ansiosas de ser firmes y consistentes...
Aquella tarde fue, de nuevo, el recuerdo del gran sueño, pero fue, también, el nacer de muchos nuevos.



Fotografías tomadas en la Gran Vía de Madrid y en el Círculo de Bellas Artes la tarde del 9 de Diciembre de 2012.