sábado, 27 de abril de 2013

MON PROPRE AMOUR, PARIS.


Atardeció en Madrid pero anocheció con el aterrizar de su avión en la ciudad del amor por excelencia y esta le recibió con los brazos abiertos: a él, despeinado con intención, y a su inseparable acompañante desde hace ya tantos años: su soledad. Por delante se presentaban un puñado de días libres, sin ataduras ni cadenas, ni relojes, ni siquiera mapas en la mochila. Llevaba en su equipaje lo justo para vestirse a su gusto para la ocasión, y conocer París de los pies a la cabeza. Entre ropajes, cámara de fotos, y otros artilugios necesarios para el viaje, también se colaron en su maleta un montón de preguntas algo inquietas. Preguntas que llevaban anidadas en sus entrañas desde que su cuerpo de joven no le dejó más elección que entender el amor como el bien más preciado del planeta. Y qué incoherencia, que precisamente en este mundo, encontrar el amor personificado cada vez más resulta una ardua tarea. 

Las personas se encuentran -decimos- por azar del destino. A veces lo ansían de tal manera que hasta las estrellas pueden escuchar sus plegarías, y olvidan que tanto desear algo hace perder la propia cabeza, hasta el propio amor a uno mismo queda relegado al olvido. Qué absurdo. Entonces lo encuentran -el amor digo- y o bien no lo aprecian, o bien abandonan a su dignidad en la cuneta, al borde de un abismo en el que más tarde no habrá ni rastro de su pasado y se perderán todas las piezas de su rompecabezas. Otras veces, ni siquiera lo buscan pero aparece sin avisar, dándole por completo la vuelta a todas las cosas, llenando de locura transitoria los días, embriagando la rutina construida. Entonces todo cambia y por un tiempo la mirada se limpia y este mundo parece ser un lugar más bello, colmando el aire de suspiros y las barrigas de mariposas alteradas buscando vuelo. Más tarde, y sin previo aviso se marcha, tal como llegó, y deja al desnudo heridas que con dificultad sanarán con el paso de los años.

Él, puro e inocente, no se cansaba de buscarlo en la gente. La esperanza -dicen- es lo último que se pierde. Su corazón quería creer en eso tan fuerte que incluso cuando pendía de un hilo su felicidad, él se amarraba con consistencia a la idea de que tarde o temprano tendría que llegar. Pero no es cierto. No hay fórmula exacta ni lógica que asegure que el amor, en pareja, ha de llegar a la vida de todas las personas. No es una función vital como lo es nacer, crecer, respirar o morir, aunque el amor mismo consuma esos cuatro procesos en el propio hecho de amar. Y así le ocurría a él, que no sabría si con el paso de los días llegaría a su vida un compañero con el que compartirse sincera y sanamente.

De paseo por la ciudad se sumaron los días en su estancia, así como a su existencia, y entre tanto silencio interior, implorando en sus propios pensamientos, con voces en el exterior, se permitió viajar en las miradas de las demás personas. Como si un haz de luz o un rayo de sol o de vida le hubiera atravesado el alma, se halló contemplando el pasar de las demás historias frente a sus ojos desde las perspectiva de quién, con paz, lo explora todo. Sin prejuicios y con calma, sin ataduras ni plegarias, sin miedos lo suficientemente fuertes ni propósitos lo suficientemente estables; así se vio contemplando las pequeñas cosas que le dan sentido verdadero a la vida de amor en pareja; sin reja que lo encarcele todo y no deje libertad ni cabida a la imaginación. Amarse significa imaginar mil maneras de dibujar un mejor camino conjunto y compartido con una persona, y llevarlo a cabo luchando contra ruidos y silencios, contra tempestades y calmas, contra vientos y mareas, contra el devenir de una aguja que tictactea en el reloj cuenta atrás hacia el final. Descubrió entonces que la esencia del amor en pareja se halla en una caricia suave de una mano contra la otra, en un momento quizás desafinado pero a tiempo para salvarse de la caída; en el beso firme contra la mejilla que da las buenas noches tras, quizás, unos no muy buenos días; en las palabras que se gritan calladas para dar consuelo cuando parece que la oscuridad todo lo arrasa; en las conversaciones que desnudan sin miedos la verdad del alma; en las sonrisas que estallan carcajadas dándole latir al corazón de vida. Eso fue lo que pudo entender él al ver cientos de enamorados compartiéndose por todo lo alto en la ciudad más romántica conocida.

Pero siempre hay una pieza que al parecer no encaja. Toda la teoría construida sobre los cimientos de su pensamiento para estar en paz con su alma y su búsqueda del amor, perdían consistencia en la práctica al hallarse SOLO en las orillas del Río Seine con vistas a la Tour Eiffel. Alzó la mirada hacia el horizonte y un puente deslumbrante le dio la respuesta a todas las preguntas inquietantes. Miles de candados encadenaban amores equivocados y él pudo adivinar en ese instante lo primordialmente importante. Tras unos días de visita por París, a su aire, conociendo y descubriéndose, sacó un candado y con las siguientes palabras, se encadenó a una promesa:


"Es verdad que a París se va uno a enamorarse o a disfrutar ya del amor, porque la ciudad con su belleza se ofrece para ello. Pero he venido sólo y no he hablado con ningún chico. He pasado los días en soledad, caminando por la ciudad y haciendo lo que quería hacer sin más, y al final me he conocido un poco mejor. Me ha dado tiempo para conocer París, para apreciarme como ser, me he enamorado de la ciudad, y al mismo tiempo, me he enamorado de mí mismo también. He experimentado un diferente tipo de amor del que usualmente se habla que se vive en París. Por eso encadeno este sentir a un candado en el que vibra mi latir y hago la promesa de valorar mi amor lo suficiente como para que si alguien no lo valora, entonces no lo merece."


Y tras ello tiró las llaves al río, que con su corriente se fueron bien lejos de aquella promesa, haciéndola firme y estable, como todo lo que se quiere, en principio, con la intención de que así fuera para siempre. Convencido y en paz consigo mismo, suspiró profundo, como dejando escapar en su aire la certeza de que el amor por sí solo ya vale, y cuando llegue alguien con quien compartirlo, entonces será porque tenía que llegar.



Fotografías tomadas del 11-15 de Mayo en París.















sábado, 13 de abril de 2013

A ROMA CON AMOR (Y DOLOR).


Hay distancias que separan continentes, ciudades, culturas, olores, sabores, incluso bienes. Pero hay otras, más dolorosas, que separan corazones. Así fue como llegó el principio de la despedida de la historia que tuvimos.


Despierto con las sábanas empapadas, impregnadas sobre mi cuerpo, y el olor de la primavera entrando tímidamente por la ventana apenas abierta. He vuelto a tener el mismo sueño en el que él regresa pidiendo perdón por los bailes en que no estuvo presente. Pero al despertar se desvanece. El sabor de mi boca denota el festín de la noche pasada; lo que ahora sólo queda es una pequeña resaca. Nadie a mi lado derecho. Una ausencia que nunca falla desde hace ya un tiempo. A veces ni siquiera me doy cuenta, tan sólo añoro su presencia desnuda al abrir y cerrar los ojos, y mira que fue breve. He vivido alimentándome del rastro que dejó su amor sobre mis sentidos, pero su ausencia me ausenta ya demasiado.

Despierto y le veo, en el país de la lengua romántica, amaneciendo esta vez al lado de un nuevo cuerpo, errante, que no es el mío; de hecho, tan sólo fuimos en un amanecer de Junio, tras una noche de verano. Bailamos. Bailé con él y sentí, como nunca antes, como nunca después, el peso de un alma colmando mi cuerpo: el de la suya conmigo. Jamás lo he olvidado, tampoco así lo he querido.

Pero allí está él ahora, en un balcón con vistas a la ciudad santa y el sol acariciando levemente su cuerpo, y a su lado, otro él, un desconocido él para mí, ese que le hizo olvidarse que un día fuimos queriendo. Un desayuno continental luce sobre las sábanas alborotadas por no sé qué guerra habrán tenido con reconciliación incluída en la noche anterior. Entonces, se colma mi vaso de amargura y dolor, y grito basta en mis adentros. Las lágrimas se amontonan en mi mirada entristecida y después de mucho tiempo, llega el adiós no-deseado.

Cómo terminar con algo que apenas nace ya va encaminado directo a la caída, a quedar relegado al olvido y ser simplemente el recuerdo de un bello cruce de caminos de dos hombres ansiosos de verdad colmando en sus manos amarradas; cómo cerrar el capítulo de aquello que empezó una noche de verano, a pesar de que aún recuerdo como al verle suspiraban mariposas hambrientas en mi estómago por sobrevolar mares y océanos de su mano. Aleteaban alocadas sus estrenadas alas creyendo haber encontrado suspiro en su mirada, pero se marchó lejos, a la tierra de las personas libres. Se fueron de mí con él las ganas de amor verdadero y poco a poco me marchite con la llegada del otoño a la ciudad de los rascacielos. Envenenados de silencio, perdiendo fuelle en el intento, acabaron por caer todos los cimientos que en nuestro inolvidable encuentro creamos. Aterrizó entonces, él, en un Londres cubierto de nubes negras pidiéndome auxilio por tratar de hallar una vida nueva en la que no alcanzaba a dibujarse compartiendo piso y cama; ni siquiera ya se imaginaba a menudo conmigo. Aquel reloj dichoso coronando la ciudad, dictaba el paso amargo del tiempo sin él en mis días en la ciudad que nunca duerme. Llegó el invierno a mi vida.

Y me repito: cómo terminar con una historia que se resiste a marcharse de mi piel, que ha estado aguantando en la distancia de los mares, en el calor de un verano agitado y deseoso por encontrarle, en la difuminada sombra que la caída de las hojas secas dejaron vislumbrar en mis pensamientos ansiosos de su cuerpo, en el frío polar de una estación gélida agotada de no tener palabras suyas. Cómo decir adiós, y pretender que vaya bien si hay un grito atroz en el eco de mi dolor que suena para siempre. Me consuela pensar que, de todos es sabido, con el paso del tiempo nada dura eternamente, ni siquiera un adiós atragantado en el tiempo. Espero que este tampoco, pero recojo anclas e izo las velas levemente porque me asfixio sin aire. No resiste más mi cuerpo, aunque mi corazón le guarde en su interior como quien custodia el tesoro más preciado del mundo. No secan mis lágrimas cada vez que le veo en la distancia recorriendo cada rincón de la tierra. No puedo verle amarrado a otra mano porque me duele pensarle en otros labios saboreando su esencia, en otros brazos abrazando su planeta, en otra alma sobre su cuerpo... Si ya no tiene consistencia en mi presente, a pesar de que así yo lo quisiera, toca dejarle marchar.



Fue bello, encontrarnos y sentirnos, saber que estamos vivos y coincidir en el punto exacto, en el momento concreto, en la misma tierra. Fue bello, en pasado, aquello que vivimos. Fuiste tú bello conmigo. Y estoy seguro de que lo seguirás siendo con otras camas, en otros cuerpos, con toda tu alma, en este mismo universo. 




Fotografías tomadas en la ciudad de Roma el 14 de Julio de 2012, y en San Sebastián de los Reyes el 12 de Abril de 2013.




















lunes, 1 de abril de 2013

MI FIEL AMIGO Y COMPAÑERO: MI AMOR ANIMAL.


Notaba su fuerte latido en mi regazo palpitando a destiempo mientras le abrazaba con cuidado contra mi pecho. Su cuerpo peludo que tantas veces me había enloquecido, gemía espasmos como evitando el final de una historia: la suya conmigo. Luchaba con todas las fuerzas que aún le quedaban en su menudo y escuálido cuerpo mientras yo le sostenía en mis brazos dándole toda mi energía. Le dije, en nuestro particular idioma, que no me iba a mover de su lado, que no tuviera miedo, que se fuera cuando tuviera que hacerlo. Sobre todo, recuerdo, le susurré al oído, sincera y suavemente, que le quería de la misma manera en que lo había hecho todos los días de mi vida.

Cerré mis ojos por un instante y recordé cuando tan sólo era un cachorro: parecía que iba a romperse con sólo dar un paso al frente. Recuerdo que ya apuntaba maneras de la fuerza que le iba a caracterizar cuando escapó de su caja de cartón, y de la valentía que más tarde dejaría entrever en sus andares. Cuántas charlas mantuvimos callados, en silencio, consolándonos el uno al otro con cada batalla perdida en la vida. Ahí estuvo él para dedicarme su presencia cuando uno de mis pilares se fue dolorosamente. Me hacía sentir mejor con sólo lamer mis manos como haciendo querer desparecer mis lágrimas. Su recibimiento al llegar al hogar era ineludible y su locuaz estilo al saludar hacía que le sintiera como uno más de la más familia, sin distinción. Cómo corría y saltaba, cómo incluso hasta bailaba amarrado a mis manos con sus patas. Qué dieta tan poco estricta seguía, pero que completa de amor aquella que nos inventamos. Pensé que algo acababa cuando cambió su mirada y empezó todo a nublarse, y qué contradicción que cuánto más azúcar en sangre, menos dulce se volvía. Pero fue fuerte, como siempre, y aguantó, porque llevaba sangre de mi familia. Aguanté a su lado yo también, animándole a continuar, a no abandonar hasta que el tiempo se consumiera por sí solo. Les convencí a los demás que salvo algunas pequeñas imperfecciones en su organismo, seguía en la flor de la vida porque vivía en una primavera continua. Yo creía en él y en su amor, por eso me prohibí dejarle como si nada en la cuneta, abandonado a la suerte de un líquido transparente que para siempre le durmiera. Volví a abrir mis ojos y lloré con tranquilidad al ver que una vez más había calmado su despiadado latido imperfecto. Su débil corazón animal de terciopelo había aguantado otra embestida del destino, y ahí seguía, a mi lado, mi fiel amigo y compañero, mi amor animal.

Pero fue sólo un poco más de tiempo para querernos y dedicarnos abrazos de despedida y sobre todo, de agradecimiento. La noche antes de que se marchara apenas pude dormir. Bajé la escaleras y me tumbé en el frío suelo de mi hogar, a su lado, arropándole con una manta y mis brazos, para que dejara de temblar. Comprendí que no era justo que sufriera más, por eso le deseé que tuviera una buena noche, y le devolví en un suspiro quebrado en llanto todo el amor que me había dado durante tantos y tantos años.

Aún resuena en mí su voz quebrada y rota, enmudecida de tanto dolor, como queriendo decirme basta y ahorrarme la decisión. Le abracé entonces bien fuerte para no olvidarle nunca entre mis brazos. Le dije te quiero por última vez y le dejé viajar al cielo de los perros. Me había hecho a la idea de que tarde o temprano cogería su billete a Marte, pero aún así no pude evitar llorar como si hubiera perdido un gran pedazo de mi vida. Lo nuestro fue un amor sincero, de ese que tanta falta hace en esta Tierra: un amor animal entre humano y perro que jamás podré olvidar, por más que el tiempo quiera. 



El amor no se destruye, tan sólo se transforma.








Adiós mi pequeño gran amor animal.