Hacía ya una semana que
Daniel se había cruzado en el metro con
aquel hombre atractivo de piel morena y barba de más de tres días, de ojos
inmensamente brillantes y expresivos, de sonrisa vestida de inocencia con picardía,
y desde entonces no le había vuelto a ver. Tan sólo en sus sueños, y en los
momentos en que obsesionado, le buscaba al entrar cada mañana en el vagón con
dirección a la gran ciudad. Pero nada más.
Dicen
que cuando dejas de esperar, aparece aquello que estás deseando. Pues bien,
aquella nueva mañana de otoño en Nueva York en que Daniel justo había
abandonado cualquier posibilidad de encontrarse con aquel hombre... tampoco fue
la propicia para reencontrarse con él en el trayecto. El dicho no se cumplió y
el joven chico siguió con su rutina. Pero se había quedado con las ganas de
hablar con él y decirle que le resultaba atractivo sin que sonara extraño,
locuaz, o premeditado, sin que pareciera que Daniel buscaba algo más, porque no
era eso. No. Lo que buscaba era que aquel atractivo hombre estuviera en
conocimiento de que le había hecho disfrutar con ese baile de miradas que
mantuvieron ambos. Nada más, al menos en un principio.
Cogió
sitio en el mismo vagón, a la misma hora, y acompañado de muchas caras ya
familiares. No hacía tanto que vivía en aquel barrio pero ya era capaz de
reconocer a las personas que diariamente se dirigían a sus quehaceres al igual
que hacía él. Coincidían por casualidad unos con otros en su dirección y en sus
horarios. Sus vidas se conectaron por azar debido a sus obligaciones. Por azar
también fue por lo que bailó con él.
En
uno de esos chequeos que Daniel soltaba con la mirada, volvió a descubrirse
involuntariamente buscando el rastro de aquel hombre. Aquel producto químico
que viajó entre sus miradas aún permanecía en sus entrañas. Daniel era así: le
gustaba imaginar y dejarse llevar por las puertas que quedan entreabiertas, por
los momentos que desprenden belleza y despiertan al corazón, y a menudo se
amarraba al resquicio del recuerdo de estos. Aquel baile de miradas le había
marcado y rápidamente se había enganchado a una persona desconocida. Fantaseó
con su vida.
Se
colocó sus auriculares de tamaño notable, los cuales le evadían del mundo
exterior con ese sonido envolvente, y dio al play aleatoriamente. Sonaron los
acordes de aquella adorada y tan famosa canción. Y llegó el estribillo: "Never
mind I'll find someone like you [...]". Pensó
entonces Daniel que sería cierto, que tal como decía la canción él encontraría
a alguien como aquel hombre, a alguien igual. Ni siquiera le conocía pera pudo
intuir de aquel momento que vivieron que su alma era bella y que habría
conectado a la perfección con las células de su cuerpo. Pero, ¡qué absurdo!,
¿no?, creer en que a través de los ojos uno pueda vislumbrar el interior de una
persona. Daniel no pensaba que ese mecanismo de reconocimiento fuera absurdo,
pero sabía que no tenía sustento en la razón. No le importaba, él prefería
pensar que la belleza se puede encontrar fácilmente si estás predispuesto a
verla. Esto iba incluido en la parte de su persona que él llamaba su
"toque de inocencia", que a veces para bien y otras para mal, le
caracterizaba. Él no entendía otra forma de ser con su ser, asique era lo mejor
que podía hacer: seguir siendo inocente a la hora de creer en la belleza de las
personas.
Llegó
a su destino y tras salir del vagón a regañadientes por la cantidad de gente
que salía mezclada con la que maleducadamente entraba, se dispuso a empezar su
día.
- ¡Buenos días Empire State querido! -se decía a
sus adentros al subir las escaleras de salida de la estación en la que siempre
bajaba-.
Aquel
singular e imponente edificio era lo primero que veía al entrar en contacto
pleno con la ciudad y lo cierto es que eso, ese hecho de saludarse mutuamente
rascacielos y chico, le recordaba que estaba allí para vivir su sueño. Siempre
lo había querido: mudarse a la gran ciudad, y por fin lo estaba cumpliendo. Se
sentía muy afortunado y vivo y eso se notaba fácilmente en su brillante mirada
y en su irradiante sonrisa. ¿Qué pensarían los viandantes vestidos de trajes
oscuros y de prisa, con cafés en mano corriendo de un lado a otro, al verle
pasar a él feliz, irradiando luz, como si partiera el aire con cada paso?. De
seguro, pensaba Daniel, no apreciaban lo que ante sus ojos tenían cada día por
eso no eran capaces de sonreír. Multitud de personas de todas partes del mundo,
cantidad de coches amarillos, ruido y poco silencio, niños, mayores y soldados,
mujeres rompiendo moldes y chicas de tallas estrictas modelando, tiendas que
generan dinero, edificios, más edificios y rascacielos, y souvenirs para
no olvidarse de todo aquello. Eso era la vida de la ciudad. Luces, semáforos,
calles y avenidas. Todo eso era lo que Daniel tenía que pasar hasta llegar a la
academia donde día a día trabajaba el otro de sus propósitos de aquel viaje. El
primero estaba claro: era el simple hecho de vivir en la gran manzana. El
segundo: mejorar el inglés, o por lo menos, ser capaz de utilizarlo para tener
la posibilidad de relacionarse con personas de cualquier parte del planeta. A
Daniel no le gustaba la idea de pensar que tanta gente como hay en el mundo no
pueda ser descubierta. Le atraía conocer diferentes culturas, personas y no le
gustaban las barreras que a menudo nos separan. En realidad, no le gustaba
ningún tipo de barrera. El idioma no quería que fuera una de ellas, y quizás
por eso su empeño siempre de aprender numerosas lenguas. Entró en clase con ese
ánimo que nadie comprendía y se sentó en la que ya había tomado como "su
silla".
-
Esto no es lo que andamos buscando Hassan. No sé en qué piensas últimamente
pero desde hace unos días tu trabajo está siendo muy escaso de ideas. Nada que
ver con lo que nos tienes acostumbrados y no podemos permitírnoslo. -Le dijo el
jefe del departamento de ventas de una conocida marca de marketing a Hassan-.
Hassan
reflexionó sobre ello. Sabía que desde hacía una semana su trabajo estaba como
estancado, carecía de ideas. Intuía la razón: llevaba exactamente seis días sin
poder dormir bien y eso se estaba notando en su rendimiento. Le rondaba la
mente un pensamiento que creía había desaparecido de su cuerpo y eso hacía que
no descansara. Sabía que eso le estaba afectando también a su relación pues no
tenía ganas de nada, quizás por no mentir. Él, que estaba acostumbrado por su
puesto de trabajo a vender una imagen a la gente (sin importar la calidad, la
verdad o la mentira del producto), no era capaz de reparar ese bache y seguir
como si nada. No podía dar una imagen de que todo iba correcto y bien, ni
siquiera podía hacerlo consigo mismo. Los sentimientos que cimentaban esa
relación que tenía desde hacía ya un año, estaban disipándose a la velocidad de
la luz por la presencia del fantasma de aquellos pensamientos que tiempo atrás,
cuando era joven, tanto le anegaron por dentro. Consiguió dejarlos a un lado
por entonces, pero parecía que estaban de vuelta. La razón de todo: aquel chico
joven de pelo grisáceo.
Daban
ya casi las 17.00 en el reloj de su teléfono móvil, 5.00 pm como había
acostumbrado a pensar Daniel en su proceso de adaptarse lo máximo posible a la
cultura del país. Era la de hora de salir. Terminadas las clases, se
presentaban por delante unas cuantas horas de relax, de conocer, de descubrir,
de fotografiar, antes de volver a su apartamento de Brooklyn. Pero era martes y
lo que tocaba era reunirse con numerosos compañeros en "el bar de los
martes", como habían decidido apodar en un alarde de hacer suya esa tarde
y ese lugar. Resultaba ya como ritual ir allí, beber alguna cerveza de grifo y
de no tan buena calidad al precio de 1$ o en su defecto algún margarita por un
dólar más, y hablar y relacionarse unos con otros. Desde Colombia hasta Corea
del sur, de Japón a Filipinas pasando por China, de Tailandia hasta España. ¡Qué
maravilla tener el mundo en sólo unas cuantas miradas!. Disfrutaba con cada
detalle que conocía de otros lugares: en Corea del Sur, le relató su amiga Suk
Lee, estudiaban desde las 7 am hasta las 11 pm cuando cursaban el bachillerato;
en Tailandia era habitual que la comida tuviera un toque picante; en Filipinas
habían heredado numerosas palabras del castellano. Parecían datos algo
irrelevantes, pero a Daniel le resultaba increíble poder CONOCER en el más
estricto significado de la palabra. Charlando y bebiendo, bebiendo y charlando,
y con música de fondo que a ratos dificultaba aún más la conversación, dieron
las 9 pm. Entonces Daniel cogió su abrigo, su mochila, y cargado con sus cuatro
margaritas en el cuerpo se dispuso a abandonar el local. Un breve "see
you tomorrow" dirigido a todo el mundo y una sonrisa de regalo para
desnudar su alma ante ellos, haciéndoles llegar el hecho de que estar allí y
haber coincidido en su sueño con ellos, le hacía feliz. Se marchó.
Hassan
salía tarde de trabajar. Pensó en tomar un taxi que le llevara desde Columbus
circus hasta más allá de Brooklyn bridge debido al cansancio físico, y sobre
todo mental, que tenía. Pero recordó que había quedado en una parada del metro.
Bajó las escaleras, pasó su Metrocard por la máquina y se dirigió hacia el
andén de las líneas A y C. Esperó.
Hacía
frío en las calles, el humo salía de las alcantarillas y la noche ya cubría la
ciudad. La gente andaba encogida sumergida en sus ropajes, tropezando unos con
otros con prisa por volver del trabajo al hogar. Daniel adoraba ese momento. Él
no tenía prisa. Lo tenía todo y se veía en la obligación de disfrutarlo.
Necesitaba inhalar ese aire frío que iba directo a los pulmones, mirarlo todo
con esos ojos llorosos de bajas temperaturas. Consideraba este como uno de los
momentos que le daban sentido a todo su sueño. Paseaba su recién estrenada
independencia y sentía paz fluyendo en él. Pensaba en qué haría de cenar y qué
de comer al día siguiente. A la vez recordaba pequeñas historias de su vida en
Madrid. La comida de su madre, y a ella. Lo que echaba de menos llegar a su
hogar y verla allí, haciendo la cena o sentada en el sofá del salón viendo
cualquier programa o serie de la televisión. Daniel disfrutaba estar tumbado
sofá con sofá junto a su madre enganchados ambos a cualquier serie. Le hacía
sentir que aquella persona que tenía a su lado estaría para siempre
incondicionalmente con él. No sólo por eso. A la par que seguía paseando en
dirección al tren moldeaba su iluminada cara al contemplar la multitud de
gigantes de ladrillo alzados a lo largo y ancho de la ciudad. Se sonreía al
pensar en las cuatro torres que reinan sobre el cielo de Madrid. Y pensó
también en toda la demás gente que tenía más allá del charco, sonrío un poco
más. Esta vez por dentro. Llegó a la estación de la 42 St. con la 8ª Ave. donde
tomaría el tren. Se dirigió hacia la mitad del andén por donde pasaba la línea
C y E, y esperó sentado en un banco.
Se
escuchaba llegar un tren. Era el A. No era el más adecuado para llevarle hasta
su casa, por eso Hassan dudó por un instante. Al final se resignó a esperar al
C que le llevaría hasta casi la puerta de su casa. Se entretuvo chequeando el
móvil para ver si tenía alguna llamada, algún mensaje o algún correo. Pensó en
el día tan cansado que había tenido, en lo que su jefe le había dicho, en cómo
su relación sentimental estaba cayendo en picado... y una vez más se acordó de
él: de aquel chico joven de pelo grisáceo y mirada soñadora, con sonrisa ilusa
auguradora de grandes cosas, con timidez en sus actos y seguridad en sus
latidos, que ocultos, se vislumbraron. Llevaba ya una semana anclado al
recuerdo de un chico desconocido con el que se había cruzado. Se arrepintió
todos esos días de no haberle seguido los pasos para preguntarle cualquier
estúpida cosa como si estaría libre esa misma tarde para tomar un café y quién
sabe qué más. Se agobió al pensar que años atrás estos sentimientos por alguien
del mismo sexo le hicieron recapacitar sobre todo su mundo: su religión, su
familia, su cultura, su vida. Estuvo a punto de jugárselo todo por seguir al
corazón, pero no tuvo agallas, y quiso ahogar aquellos pensamientos. Hice un
esfuerzo inmenso por dejar de pensar en ello y volvió a la Tierra, al andén
donde estaba esperando. Miró la hora para controlar que no llegara tarde a la
parada de metro donde había quedado con su pareja para volver juntos a casa y
tratar de encaminar su relación de nuevo. Esa noche trataría de arreglar la
discusión que habían tenido al despertar. Después cenarían y antes de ir a
dormir le dedicaría algo de tiempo al proyecto que tenía entre manos y así
volver a hacerle ver a su jefa que seguía siendo su trabajador número uno. Justo
antes de que pudiera ocupar un asiento que había quedado libre en uno de los
bancos de madera que están dispuestos en los andenes, allí estaba aquel viejo
aparato, ya no locomotor sino eléctrico, con una C en su delantera indicando la
línea que era.
"Próxima
parada: 42 St. Times Square." -Dijo el controlador del tren que ocupaba
Hassan y algunas cuantas personas más. Había demasiada gente. Daniel pensó
entrar en un vagón, pero viendo el aforo que este tenía, viró y se dirigió
hacia otro. A punto de cerrarse las puertas, consiguió reabrirlas poniendo la
fuerza de sus brazos en ellas, haciendo al controlador rechistar y permitirle
entrar a tiempo. "Uff, por los pelos..." -Pensó Daniel- y empezó a
despojarse de algunas ropas algo acalorado. Buscó sitio manteniendo el
equilibrio cual equilibrista de circo debido al traqueteo del tren. No pudo
concentrarse en lo demás, sólo en sentarse y entonces respirar y descansar por
un rato. Siempre solía pensar en el trayecto de vuelta como el tiempo en que
inevitablemente echaba una cabezadita. Pero no pudo cerrar los ojos. Sus
latidos empezaron a palpitar con mayor fuerza, a un ritmo veloz. Empezó a
sudar. Intentó controlar el tembleque que sus manos delataban. No podía creer
lo que vio al dirigir su mirada hacia el lado izquierdo del asiento frente
a él. Entonces sí, creyó que cuando menos lo esperas, y esta vez de verdad,
aparece algo que nos hace palpitar. Puede que por obra del destino, puede que
por absoluta casualidad, pero allí estaba en el tren C con dirección Brooklyn,
sentado frente a aquel hombre atractivo de piel morena y barba de más de tres días,
de ojos inmensamente brillantes y expresivos, de sonrisa vestida de inocencia
con picardía... Sentado frente a Hassan. Ambos se percataron en el mismo
instante y sus facciones mostraron el asombro. Primero fue la sorpresa y de
seguido fue una sonrisa sincera y bella en las caras de ambos. Para Daniel eso
fue una señal más de la paz con la que venía caminando desde el bar. Para
Hassan fue como un aliento de aire fresco para un día no muy bueno. El tiempo
se paró, o eso creyeron ellos. Había más personas a su alrededor pero no les
importó lo más mínimo. Inconscientemente, como si lo hubiesen acordado al no
despedirse la última y única vez que se vieron, decidieron retomar aquel baile
de miradas, que ahora ya, no eran desconocidas. Esta vez fue un baile aún
más bello, no querían pisar a su compañero con los pies. Cuidaron todo detalle:
cada parpadeo sincero, cada suspiro callado, cada sonrisa esbozada con tinta de
amor verdadero,...
-
¡Basta! Ya es suficiente... -Pensó Hassan en sus adentros. Pero nada tenía qué
hacer su razón en aquella situación que era capitaneada por el corazón como si
en ello le fueran los pálpitos. Entonces se decidió. Una persona que estaba
sentada junto a Daniel ayudó a que tomara la decisión pues abandonó el trayecto
en la siguiente parada. Le lanzó un guiñó de ojos y se levantó. Y fue a ocupar
el asiento de al lado de su chico joven de pelo grisáceo. Tal fue su decisión que
nadie se atrevió a mantener un pulso por ver quién lo ocupaba. Se sentó a su
lado. Daniel le miró con timidez y sonrió. Y entonces acabó la presión.
- ¿Cómo te llamas?. -Preguntó Hassan.- Llevo
días jugando a imaginar tu nombre pero resultaba absurdo si no podía
confirmarlo.
Su
voz atravesó los poros de Daniel provocándole un inmenso escalofrío, bien sea
por el rubor que le provocaba que un desconocido se dirigiera a hablarle o bien
porque el tono de su voz, grave pero dulce, le hizo sentir como si estuvieran
los dos solos en una habitación iluminada tan sólo por las velas que acariciaban su cuerpos desnudos.
- Daniel, me llamo Daniel. ¿Tú? -Contestó Daniel
con seguridad tras retomar el control de sus constantes vitales.
- Hassan. El otro día parecía que querías
decirme algo... -Sugirió Hassan.-
- Ehh... bueno... lo cierto es que fue curioso,
¿no?. Creo que más bien era cosa de los dos, pero bueno, ¡qué importa! ¿Hacia
dónde te diriges? ¿Qué haces hoy? Osea, quiero decir, que si te apetece podemos
ir a tomar algo o a cenar... -Contestó Daniel, que algo nervioso, no pudo evitar
decir cuánto se le ocurría.
- La verdad que me gustaría pero hoy no puedo.
Si me dejas tu número... podré escribirte y quedar un día de estos. Si te
parece, -Continúo Hassan- no me gustaría perder la oportunidad de conocerte,
una vez más. El otro día sentí que no hacía falta hablar para ver que eres de
sobra alguien interesante y bueno. Y guapo. -esto último se lo dijo medio
susurrando para no ruborizar a Daniel.
"Próxima
parada: Fulton St." se escuchó por la pésima megafonía que había en el
tren. El alto volumen hizo que Daniel interrumpiera lo que iba a decir.
Terminado el molesto sonido del controlador anunciando las conexiones propias
de la parada, continuaría diciéndole que estaría encantado y que apuntase su
número, pero entonces entró una chica esbelta, de piel morena, así como su
largo pelo, y sus ojos castaños.
- ¡Aquí estás! No estaba segura de si te
acordarías. -Le dijo a Hassan, y le plantó un beso en los labios.
Daniel
se paralizó y se sintió abochornado, confundido, utilizado, dolido. En tan sólo
dos segundos, que fue lo que duró el beso, su mente caviló sobre las
posibilidades de lo que aquello podía significar. Uno: una íntima amiga; al fin
y al cabo él tampoco había tenido reparo de regalar alguna vez un beso en los labios a una de
sus amigas. Dos:... su novia, o incluso peor, su mujer. Empezó a pensar que
quizás Hassan estaba comprometido o casado, o quizás ya tendría hijos y ambos
estuvieran dirigiéndose a su hogar, donde una criada estuviera al cargo de sus
hijos esperando a que regresaran del trabajo, para terminar su jornada
laboral. En efecto, no lo supo por boca de Hassan, pero por lo que hablaron en
esos primeros minutos pudo adivinar que no era una muy buen amiga, sino que era
su novia, y que al parecer aún no tenían hijos sino una cena qué preparar y
unas tareas que repartirse para limpiar el apartamento en que ambos vivían.
Paró entonces de pensar, de escuchar y de autolesionarse el
corazón. Le susurró a las mariposas que crecían en su estómago que
permanecieran encerradas en sus capullos, porque al parecer, había un capullo
mayor que no les dejaba salir. Se
levantó de su asiento y se apartó de ellos unos metros, lo suficiente para
ocultarse entre la gente y así no ser visto por Hanna, la novia de Hassan, y lo
justo para tener a Hassan en el punto de mira. En las restantes paradas hasta
su destino, ambos, Hassan y Daniel, se permitieron bailar con sus miradas por
una última vez. Los ojos arrepentidos de Hassan pidieron disculpas por el
encontronazo. Daniel le perdonó con una mirada desilusionada. No por culpa de
él, sino por sentirse tan inocente. Una vez hechas las paces, decidieron de
nuevo permitirse jugar: una mirada pícara de nuevo, una de paz después, una
sonrisa enrojecida y casi avergonzada por no poder decirle que le gustaría
conocerse más y no llevar esa vida, con esa mujer. Pero no hacía falta hablar.
Bailaban y nada más importaba. Daniel le regaló la mejor de sus miradas. Hassan
la cogió al vuelo y se le saltaron las lágrimas. Se tuvo que excusar con Hanna
diciéndole que se había pasado el día entero frente a la pantalla del
ordenador. Esa mirada le había atravesado por dentro, con la misma sensación
que se siente cuando te besan por primera vez.
Llegaron
a su destino. Al igual que ellos una multitud se dispuso a bajarse del vagón.
Hanna se adelantó. Hassan se retrasó y aprovecho el despiste para acercarse a
Daniel. Le acarició la mano suavemente y le susurró:
- Gracias por este baile. Tienes una de las
miradas más bellas que jamás he visto. Espero volverte a ver.
Daniel
sonrió, sin ocultarlo. Ambos tomaron caminos separados al salir a la calle.
Daniel caminó algo cabizbajo hasta su apartamento, pero no sentía tristeza.
Ante todo estaba en paz. La belleza espera para quien está dispuesto a
descubrirla. Su mirada había danzado con la de aquel hombre atractivo, y eso ya
nadie se lo quitaba. No sabía si podría volver a verle, si bailarían de nuevo o
si algún día encontrarían el momento exacto para conocerse, pero lo que sí sabía Daniel es que jamás
había vivido algo así. Eso le hizo llegar a su apartamento y olvidarse de la
cena y del tiempo que marcaban las agujas del reloj. Encendió su ordenador, abrió una hoja en blanco, y se puso a escribir.