Hay una cerradura siempre cerrada ante mis ojos, que no se abre, dichosa sea,
por más que la miro y la grito en voz alta lleno de rabia, y la lloro desconsolado. No me deja
traspasarla y respirar un nuevo aire. Me bloquea los cinco sentidos hasta
condenarme a una cadena amarrado paralizándome de lleno el alma. Se anida entonces en mí
la pereza como un ovillo de lana en el que no hay manera de destripar el
interior para desatar el nudo del principio con el final que lo sujeta. Y el
tiempo se diluye lento arañando dolorosamente cada resquicio de mi juventud,
dejando entrever los miedos que aguardan ansiosos por nacer en mi mente. Lo sé, me
arrepentiré cuando sea viejo por haberme quedado mirando esta maldita cerradura
que me amarga el humor y me ausenta del amor, pero escapar resulta difícil. Mi boca sólo
escupe palabras desgastadas pidiendo clemencia, rogando una ayuda que nunca
llega, un abrazo que espante de un plumazo esta sensación de inconsistencia. Y
yo, que ni siquiera a ratos me entiendo, ya no creo en mí como lo hacía en el pasado. A veces ni me
reconozco en el espejo, veo mi reflejo oscuro, turbio, raro. ¡Qué asco! El mundo parece
conspirar para hacerlo todo más complejo, las nubes negras no se marchan y la
lluvia, desorientada, me empapa de los pies a la cabeza. La gente camina cabizbaja cuando mi vaso tan sólo quiere salir a flote y colmarse de agua. Pero me harto y huyo, como un exiliado, a mi encierro en mi cajita de cristal donde
paso las horas sin pasión alguna, cumpliendo condena en soledad. Lo siento por los que
tengo a mi lado, ellos no tienen culpa alguna. La angustia escala peldaños hasta
alcanzar la cima y envenenar las facciones de mi cara dormidas. Ya no encuentro
en mí esas arrugas que se asomaban en el perfil de mis ojos; ni siquiera las
veo bailando al borde de mis labios rojos. Ya basta. Cojo aire con fuerza, el suficiente para llenar mis pulmones, y cierro este batallón de negatividad desbordada. Subo la persiana de mi habitación y me sumerjo en mi bañera llena de agua. Mi cuerpo desnudo me ofrece, en un instante, un pequeño resquicio de lo que fui, de lo que aún me queda por ser, y entonces suspiro mientras acaricio suavemente mi piel. Dejo escapar al aire, en sólo un segundo, todas las dudas existenciales, y en medio de un parpadeo me veo iluminado, sincero, con forma de llave. La misma que abre esa maldita cerradura que todo lo cierra.
Fotografías tomadas en La Granja de San Ildefonso el 18 de Marzo de 2013.
Fotografías tomadas en La Granja de San Ildefonso el 18 de Marzo de 2013.