Llega tarde este año.
No sé dónde está ni en qué anda metido pero aún no ha llegado. ¡Qué extraño! No
le siento en mí...
Cada Diciembre aparecía
con ganas de darle la vuelta a todo. Traía consigo un batallón de buenos
augurios haciendo que me rindiera ante su implacable fuerza. Era inevitable no
contagiarse de su risa poderosa. Vestía los días con melodías pegadizas típicas
de la época. Lo decoraba todo con abetos, papa noeles y reyes magos. Me hacía
creer que quizás algún día aparecería la estrella fugaz iluminándolo todo.
Llenaba mi alma de inocencia despertando al niño que nunca pierdo. Pero este
año no ha hecho acto de presencia todavía, y yo estoy algo preocupado.
Me he puesto a indagar:
he buscado en internet, me he visto todos los telediarios, he leído todos los
periódicos, incluso he preguntado por whatsapp, pero no hay respuesta. No hay
ni rastro de su sombra ni de su cuerpo. Los mayores suelen decir que es normal,
que con el paso de los años deja de venir a visitar. Otros dicen que es cosa de
la dichosa crisis y de todo ese vendaval. Y hay también quien dice que él es
así, caprichoso, y sobre todo, invisible, por eso no se puede ver. Eso ya lo sé:
no se puede ver, pero sí sentir. Yo, al menos, así lo he sentido cada vez que
el calendario llegaba a su última hoja, pero por más que he cerrado los ojos bien
fuerte este año para dejarlo todo de lado y hacerle hueco en mí, no aparece...
Lo siento, por mí y por todos mis compañeros.
Cuando recuerdo la
sensación de júbilo navideño por el simple hecho de sentirle a él en mis
adentros se me llena el aire de risa. Es la más estúpida excusa para ser feliz
y hacer a los demás sentir que la vida es bella. No sé si lo inventaron unos
grandes almacenes o una famosa marca de refrescos: ¡eso me importa un
pimiento!. A mí me encanta la idea de que por ser humanos como somos, para
terminar el año, paremos un instante y hagamos balance de lo bueno y malo (al
menos eso nos dicta Mecano). Siempre sale cara, siempre mi sonrisa gana,
siempre la vida continúa a pesar de las pérdidas en la batalla. Por eso siempre
hay una hoja en blanco en mi cabeza esperando a ser rellena: muchos sueños
esperan en la trastienda para ser conquistados, propósitos que engalanan,
muchos de ellos, sin las personas que quiero, no valdrían nada.
Entonces descuelgo el
teléfono y llamo, pero de nuevo no contesta. Me desespero y saco de mi
desesperanza un último aliento. Desplego esta postal navideña improvisada y le
escribo:
Querido espíritu de la
Navidad, espero te llegue pronto esta carta. Mi cuerpo anda dormido en los
laureles y no quiere creerse que la nieve puede caer sobre nosotros a pesar de
que el frío no congele. Te echo de menos y lo estoy pagando con mi humor algo
amargo: me cuesta seguir viéndolo todo positivo, te necesito. Y si no
apareces... Vale, me dejo de amenazas. Rectifico: si no apareces, voy a tener
que ir a buscarte. Me da igual si te escondes en la sombría rutina o si te
quieres poner un alto caché para este tiempo en que no hay dinero ni para risa.
No me importa si huyes de mí porque ya no soy un niño porque yo aún te
encuentro en el lugar donde se encuentran mis juguetes dormidos. Disfrázate de
lo que quieras, ocúltate bajo cualquier estúpida guerra, que mi espíritu de la
Navidad no se escapa de mis zapatos más allá de la suela. Sé dónde estás, no
tienes escapatoria: estás en las miradas de aquellos que acompañan mi sonrisa,
en los que conmigo brindan, metido debajo de sus camisas, bajo sus faldas
elegantes y ceñidas; en las arrugas de los que todo lo han visto y en las
carcajadas de los que llegaron para iluminarlo todo; en la nostalgia que colma
nuestras copas de champán, en el brisa que nos acaricia recordando aquellos que
ya no están; en todas las cosas bellas que están por venir...
Estás ahí, a mi lado
del sofá. No te vuelvas a escapar.
Feliz Navidad.
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