Notaba su fuerte latido en mi regazo palpitando a destiempo mientras le abrazaba con cuidado contra mi pecho. Su cuerpo peludo que tantas veces me había enloquecido, gemía espasmos como evitando el final de una historia: la suya conmigo. Luchaba con todas las fuerzas que aún le quedaban en su menudo y escuálido cuerpo mientras yo le sostenía en mis brazos dándole toda mi energía. Le dije, en nuestro particular idioma, que no me iba a mover de su lado, que no tuviera miedo, que se fuera cuando tuviera que hacerlo. Sobre todo, recuerdo, le susurré al oído, sincera y suavemente, que le quería de la misma manera en que lo había hecho todos los días de mi vida.
Cerré mis ojos por un instante y recordé cuando tan sólo era un cachorro: parecía que iba a romperse con sólo dar un paso al frente. Recuerdo que ya apuntaba maneras de la fuerza que le iba a caracterizar cuando escapó de su caja de cartón, y de la valentía que más tarde dejaría entrever en sus andares. Cuántas charlas mantuvimos callados, en silencio, consolándonos el uno al otro con cada batalla perdida en la vida. Ahí estuvo él para dedicarme su presencia cuando uno de mis pilares se fue dolorosamente. Me hacía sentir mejor con sólo lamer mis manos como haciendo querer desparecer mis lágrimas. Su recibimiento al llegar al hogar era ineludible y su locuaz estilo al saludar hacía que le sintiera como uno más de la más familia, sin distinción. Cómo corría y saltaba, cómo incluso hasta bailaba amarrado a mis manos con sus patas. Qué dieta tan poco estricta seguía, pero que completa de amor aquella que nos inventamos. Pensé que algo acababa cuando cambió su mirada y empezó todo a nublarse, y qué contradicción que cuánto más azúcar en sangre, menos dulce se volvía. Pero fue fuerte, como siempre, y aguantó, porque llevaba sangre de mi familia. Aguanté a su lado yo también, animándole a continuar, a no abandonar hasta que el tiempo se consumiera por sí solo. Les convencí a los demás que salvo algunas pequeñas imperfecciones en su organismo, seguía en la flor de la vida porque vivía en una primavera continua. Yo creía en él y en su amor, por eso me prohibí dejarle como si nada en la cuneta, abandonado a la suerte de un líquido transparente que para siempre le durmiera. Volví a abrir mis ojos y lloré con tranquilidad al ver que una vez más había calmado su despiadado latido imperfecto. Su débil corazón animal de terciopelo había aguantado otra embestida del destino, y ahí seguía, a mi lado, mi fiel amigo y compañero, mi amor animal.
Pero fue sólo un poco más de tiempo para querernos y dedicarnos abrazos de despedida y sobre todo, de agradecimiento. La noche antes de que se marchara apenas pude dormir. Bajé la escaleras y me tumbé en el frío suelo de mi hogar, a su lado, arropándole con una manta y mis brazos, para que dejara de temblar. Comprendí que no era justo que sufriera más, por eso le deseé que tuviera una buena noche, y le devolví en un suspiro quebrado en llanto todo el amor que me había dado durante tantos y tantos años.
Aún resuena en mí su voz quebrada y rota, enmudecida de tanto dolor, como queriendo decirme basta y ahorrarme la decisión. Le abracé entonces bien fuerte para no olvidarle nunca entre mis brazos. Le dije te quiero por última vez y le dejé viajar al cielo de los perros. Me había hecho a la idea de que tarde o temprano cogería su billete a Marte, pero aún así no pude evitar llorar como si hubiera perdido un gran pedazo de mi vida. Lo nuestro fue un amor sincero, de ese que tanta falta hace en esta Tierra: un amor animal entre humano y perro que jamás podré olvidar, por más que el tiempo quiera.
El amor no se destruye, tan sólo se transforma.
Adiós mi pequeño gran amor animal.
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