La
persiana Ana estaba algo deprimida. Era un domingo cualquiera de otoño y ya de
pie no se sostenía. De tanto aguantar los golpes, soltó cuerda y se abandonó a su
suerte en la caída. ¡PÚM! Sonó un fuerte estruendo al estrellarse contra el poyete
de la ventana. Qué vértigo soltarse al vacío por no resistir más en la
trinchera, y qué pena que ahora ya la persiana Ana no pudiera levantarse para
volver a dar rienda suelta a su cuerda.
La
ventana Mariana que lo había estado viendo todo, ahora ya no veía nada, andaba
algo oscurecida, con la mirada cegada. Sus cristales empañaban el atardecer de
un domingo atascado en casa, sin poder divisar el horizonte de un cielo
acariciando con sus últimos bostezos de luz la vida. Qué rabia estar encerrada
y no poder admirar la belleza que espera fuera para ser contemplada.
Así
que amanecí, yo, la mañana siguiente de lunes con ganas de cambiarlo todo y me
puse manos a la obra. Desvestí mi habitación casi por completo y el caos se
apoderó de todo en tan sólo un momento; que si destornilladores de risa, que si
cuerdas envejecidas, que si tornillos sin besos, que si taladradora de
sueños... Quité esto de aquí y lo puse allá, tiré lo que ya no servía y
desenvolví el repuesto que venía, un poco de ruido a golpes con el martillo y
pocas nueces, un mucho de música bailando en canciones para acompañar los quehaceres, y... ¡¡TACHAAAN!! Se hizo en mi cuarto la luz. La persiana Ana accedió
a ser ayudada para levantarse de la caída y la ventana Mariana volvió a darle
brillo a la estancia infinita. Permanecí en mi habitación sentado, sonriendo y
observándolas, imaginando lo felices que serían siendo protagonistas de una
historia cotidiana.
Y
el lunes pasó de largo llenando mi cuarto de luna completamente de luz.
Fotografía realizada el 5 de Octubre en San Sebastián de los Reyes.
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