Ayer les escuché
rondando por mi memoria, pero estaban ya ausentes en presencia. Un viernes
noche a solas con mi imaginaria guitarra, tarareando canciones que nunca
saldrán a la luz, sin su, en ocasiones, heroica manía de reírse de todas las cosas.
A veces ruego insanamente porque regresen a ser lo que fueron un día de verano
jugando con mis ganas de exprimir al máximo mi juventud. Otras, sin más, ya no
les encuentro a mi lado y quisiera seguir bailando locuras pero lo cierto es que no lo hago; no,
si ello implica querer por costumbrismo. Al menos, eso me dicta esta piel que
repele cualquier resquicio de pasado.
La rutina nos sentó muy
mal. Viajamos por los días gloriosos sin preocuparnos de darnos un respiro que
llenara de aire renovado los pulmones. Por ello, perdimos la oportunidad de
tenernos para siempre -aunque siempre
nunca existe-. Fuimos un sabroso zumo de naranjas lleno de vitaminas, listo
para tomar. Somos ahora tan sólo el despojo de una red llena de piel de
naranjas exprimidas hasta ya no poder más. Fuimos y somos, pero ya no sé qué seremos.
Cómo nos trata la vida,
y qué dura a veces resulta la caída. Ellos me hicieron volar, me llevaron a lo
más alto. Bebimos sin compasión el latir de la adolescencia con ganas de comer
futuro, pero nos empachamos. Les quise tanto como les quiero, pero he perdido
la manecilla pequeña que movía el reloj de nuestros segundos. Quizás ya nunca
la encuentre. Estoy algo preocupado. Tal vez, andemos desubicados, o tal vez,
se me ocurre, cada uno haya perdido un número que contar en esta esfera del
tiempo y estemos desorientados, dando vueltas, vagando en el leve recuerdo de
que un día fuimos eternos.
Fotografías tomadas en San Sebastián de los Reyes, Madrid, el 30 de Abril de 2013.
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