Pisé
sus tablas de madera y respiré profundamente. Por dentro, grité sin parar como
a quien le ha tocado la lotería. Ese era mi cupón premiado. Ante mis ojos
brillantes, el puente de mis sueños. Él tuvo la culpa de hacerme volver a la
gran ciudad para buscarme entre tanta gente, entre un centenar de rascacielos; para
encontrar un yo diferente, renovado,
ilusionado, en estos tiempos en los que el miedo asoma en el abismo de luchar
por lo que uno es y quiere.
Caminé
lentamente, al contrario de lo que hacía la muchedumbre. Yo no tenía prisa, y
tampoco pretendía seguir la corriente. Lo único que me esperaba por delante era
mi futuro, incierto, pero mío en la
medida de lo posible. Me prometí disfrutar plenamente ese paseo de un lado al otro,
de Manhattan a Brooklyn, como si en ello me fueran los últimos instantes de
vida. No era para nada eso, pero era simbólico. Cruzarlo era cruzar con todos
mis sueños e intenciones, con mis miedos e incertidumbres, para encontrarme al
otro lado y verlo todo diferente, con otra perspectiva. Porque a veces la vida
necesita de distancia para saber lo que queremos.
Gente
en bicicleta, coches a los lados, obras de rehabilitación de un puente de más
cien años. Turistas con cámaras de fotos, trabajadores trajeados, mendigos con
la piel gastada, y vendedores con souvenirs
caros. Ruido que acecha desde la isla flotante de edificios, mi nuevo hogar en
un gran barrio que espera al cruzar el río. Y mientras yo caminando por el
único lugar en el mundo que concentra en un mismo punto un concierto de
casualidades: viandantes por los que puede pasar un avión sobre sus cabezas, a
la vez que coches a sus pies, barcos navegando el río, o trenes por el túnel
subterráneo que lo atraviesa. Es mágico. Es inédito. Es hermoso, sentirlo.
Cuántas
veces en la vida tenemos que cruzar puentes cuyo final no vemos desde el
principio. Asusta. Nos invade el vértigo de atrevernos a caminar, a arriesgar;
a veces olvidamos que un viaje de mil millas comienza con un sólo paso...
Seguí
con mis pies hacia la otra orilla y llegué. Entonces lo vi todo más claro.
Entendí, con sólo una imagen, el sentido de mi aventura. Atardeció en
Manhattan. Suspiré lleno de vida.
Fotografías tomadas durante los meses de Septiembre a Noviembre del 2012 en Brooklyn Bridge, New York.
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