Hoy
la vida me ha regalado sin quererlo un momento poderoso, de esos que detienen el
tiempo y roban el aliento, haciéndonos palpitar a vida o muerte. "¿Por qué
ha tenido que pasar?", me preguntaba el ángel personificado en el cuerpo
de una niña de ocho años. El susto ha sido grande, la sangre es silenciosa pero
aterradora. Una vez fuera, no hay quién la detenga en su propósito de
sobrecogernos, de asustarnos, de escandalizarnos, de conmovernos. Es el líquido
color pasión que mueve nuestra vida por dentro, y desnuda el vendaval de todos
nuestros sentidos más primarios, naturales y humanos.
Hoy
la vida me ha recordado unas cuantas lecciones de esas que a veces se olvidan,
y otras tantas que aún no tenía por experimentadas y aprendidas. "Por cada
minuto que estés de mala leche pierdes sesenta segundos de felicidad", eso
ha resonado en mi cabeza después de la tormenta. "Lo siento", me he
dicho a mí mismo, y acto seguido se lo he dicho en forma de abrazo a dos
personas de luz que habitan en cuerpos de niño y niña. Antes de que todo
estallara andaba cabreado, manteniendo el ceño fruncido, representando el papel
correcto de alguien mayor, serio y educado, que ha de enseñar la buena moral a
los pequeños seres que algún día serán adultos. "Tómate ese zumo que es
bueno para ti, o no hablamos más", convencido al cien por cien de hacerle
ver que el poder de las vitaminas... como si no fuera más importante hacerla
sonreír mucho más... "Pídele perdón a tu hermana, o estás
castigado"...
Se
ha desatado la tormenta con el primer trueno en forma de relámpago. El golpe ha
sido memorable. Y casi muero del susto, pero mi cuerpo ha reaccionado. Eso me
lo enseñan ellos. Es el amor más verdadero. Querer curar y cuidar de otro ser
humano poniendo tus manos sobre su herida para que actúe esa magia humana y
todo pase, cuanto antes. Y mantener la calma en cada latir, y proyectar
esperanza con la mirada para que quien se siente asustado y aturdido acuda a
posarse en las pestañas, y encontrar algo de alivio. Oh, dios mío... qué bonito
y sobrecogedor es saberse vulnerable ante la vida... saber que un instante puede
cambiarlo todo...
Caminaba
al rato con esa niña de mis ojos, amarrada a mi mano, para que sintiera la
fuerza de un adulto que aún es niño, convencido de que no pasaba nada. "Se
va a poner bien, te lo prometo", le he dicho con suma convicción para
regalarle a su corazón tranquilidad ansiada, a sabiendas de estar dictando con
mi voz algo que escapa de la razón. "Piensa cosas bonitas y piensa que
quieres que se cure, que le quieres mucho, que eso le va a ayudar a ser más
fuerte", le he dicho después para que siguiera respirando y calmando ese
alma pura e inocente que inquiere sobre las cuestiones más amargas de la vida.
Y ella me ha contestado con una voz algo temblorosa y rota, y unas lágrimas
contenidas, "pero, ¿y si no lo hago?". No he podido evitar sonreír.
"No pasa nada, él es fuerte y aunque tú no le mandes esa energía positiva,
todo va a salir bien, ya verás".
Y
no ha sido nada, una pequeña brecha que será cicatriz en el futuro, un futuro
largo y bonito. Él es mi campeón metido en un cuerpo de niño, ahora de seis
años, y yo... yo soy su padrino. Una pequeña brecha abierta que se va cerrando,
que será una anécdota más escrita en el devenir de nuestros días. Casualmente,
por la mañana, había fotografiado una pequeña brecha en el suelo que iba
directa al cielo. Pero no, mi vida, que el cielo espere sentado.
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