Es
lo que ambos necesitaban: dejarse, para ser felices. Así de simple. Tan simple
que a simple vista no lo veían. Gastaron mucho tiempo dejando ronca su voz,
rompiendo sus cuerdas vocales tanto que desataron tempestades, enfrentando su
amor. Creyeron construir un palacio en el que unir sus vidas, pero acabaron
encarcelados en su propia rutina. Él respiraba el aire que exhalaba ella. Ella
miraba en los parpadeos que proporcionaba él. Pretendieron quererse y acabaron
entendiendo, a base de hostias sin propiciar, que aquello distaba mucho de
amar. Era locura sin fundamento. Costumbrismo, como solía yo pensar al verles.
En mis adentros rehuía de cualquier tipo de relación que se pareciera a la suya.
No era sano. Para mí lo que ellos tenían difería completamente de la idea que
tengo yo de compartirme con alguien. Total, que se dejaron. Después de
demasiadas peleas llegó la calma. El cielo se abrió para iluminar dos caminos
por descubrir: uno para ella y otro para él. Separados. Se acabaron los rayos y
los truenos. Vinieron los días buenos, los viajes de la mano de un alma nueva. Y
todo mereció la pena. Dichosa pena. Fueron titanes que luchaban por ver quién
tenía más fuerza. Ahora son sólo dos soldados heridos en la trinchera de una
guerra que nunca quisieron. Son, pero están en nuevas manos, unas que sanan
como por arte de magia, todas la cicatrices, a paso agigantado.
Por
eso, siempre hay esperanza...
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