lunes, 10 de diciembre de 2012

DESTELLOS EN LA GRAN VÍA.


Eran las siete de la tarde del final de un otoño sombrío y desalentador en Madrid, y el sol andaba ya acostado dando paso a la oscuridad de la noche invernal. Diciembre se estaba haciendo de notar aquellos días y el frío calaba ya los huesos de los viandantes que, encorvados y escondidos bajos sus abrigos, paseaban contemplando la ciudad. Las bocanadas de aire exhaladas eran más que nunca frescas, y eso ayudaba a que aquel joven de pelo negro ya casi blanco pensase que una vez más tenía la suerte de la vida ante sí, a pesar de la gran nube negra que lo cubría todo. Olía a castañas, la multitud chocaba en las aceras, los coches se agolpaban en las calles emitiendo malos humos, y las luces de Navidad empezaban a despertar inocencias dormidas en la sonrisas de adultos demasiado cuerdos.


Los últimos meses estaban siendo devastadores para la economía en general, y en particular, para el país en el que él había nacido. Resultaba que todo ahora tenía un precio. Ya lo tenía siempre, pero desde hacía un tiempo, desde que rompieron la caja fuerte del planeta, las consecuencias se hicieron notar en los bolsillos de la gente, y por eso, agotados, decidieron ellos, los bolsillos, romperse en todos los pantalones también para hacernos comprender algo.
Con su mochila recién estrenada y llena de unas cuantas cosas y su cámara fotográfica, aquel joven de pelo grisáceo anduvo por esos pequeños rincones que a menudo abarrotan corazones con vida, pero que tristemente, escapa la belleza que los caracteriza de sus miradas; bien sea por todos los quehaceres que ocupan nuestros minutos diarios, o bien por el aluvión de noticias tristes que a menudo nos venden, lo cierto es que los pequeños momentos y lugares quedan relegados al olvido muy frecuentemente. Él, por suerte, desde hacía algún tiempo atrás, había empezado a crecer y comprender que a veces las cosas son más de lo que creemos ver. Las casas, los coches, las montañas, los semáforos... todas las cosas que nos rodean habían ido cambiando de concepto en su cabeza y estaban tomando fuerza. La vida en su más pura esencia se encontraba en su mirada. Las palabras y las imágenes fluían por su sangre empapando cada una de sus células. Destellos de una Gran vía iluminada llegaron a su razón, que perdida aún en el resquicio de un sueño cumplido días atrás, aún le comprimía, sujetaba y bloqueaba el corazón. Destellos de luces de colores que vistieron a sus ojos de aire limpio y puro, y fresco que fue directo a los pulmones. Suspiró. Por un instante pensó cómo seguiría siendo su vida a miles y miles de kilómetros en aquella gran ciudad que le había dado tanto y que jamás podrá olvidar. Pero en otro instante revelador comprendió que nunca hay nada definitivo. Tan sólo quizás la muerte. Entonces sonrío y disfruto de aquellas vistas que ante sus ojos se ofrecían. El presente. Las vistas de un Madrid apagado desde las alturas, y pequeño en comparación, pero iluminado en sus entrañas y grande en su interior. La sensación de no tener nada y a la vez, tenerlo todo. Flotar por el aire y creerse libre de ser uno mismo. Comienzos que resonaban con redobles de tambor reproduciendo estruendos ensordecedores en sus inquietudes. Desfiles de ideas ansiosas de ser firmes y consistentes...
Aquella tarde fue, de nuevo, el recuerdo del gran sueño, pero fue, también, el nacer de muchos nuevos.



Fotografías tomadas en la Gran Vía de Madrid y en el Círculo de Bellas Artes la tarde del 9 de Diciembre de 2012.













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