miércoles, 9 de abril de 2014

MASCLETÀ: IRAK, 1990.





Me hallo en plena plaza del ayuntamiento de la ciudad de Valencia. Es diecinueve de Marzo y mi reloj de muñeca marca la una y cincuenta minutos. Creo que llevo ya más de una hora de pie, guardando mi sitio religiosamente, preparado para el espectáculo. "Merecerá la pena", me digo a mí mismo convencido de lo que voy a presenciar, porque no es la primera ni será la última, aunque esta vez es diferente. Voy a despertar mis sentidos, todos menos uno. Ahora os explico. 

Ya va quedando menos, me dispongo a practicar. Cierro los ojos por un instante, breve pero muy intenso. Escucho mucho barullo, risas mezcladas con alguna que otra palabra enredada en los niveles de alcohol en sangre. Se afinan mis oídos para distinguir la cantidad diferente de voces que aterrizan en mi ser, mezcladas todas ellas con una interminable banda sonora de petardos. No es de extrañar, la plaza está a rebosar y como se suele decir no cabe un alfiler. Es algo propio de Fallas.

Vuelvo a abrir los ojos. Han sido treinta intensos segundos de ceguera física, de vista auditiva. Un nuevo descubrimiento para mí.

Dirijo mi mirada de nuevo hacia el reloj que me dicta que ya queda menos. La espera llega a su fin. Tres minutos más y darán las dos de la tarde. Me preparo mental y físicamente para todo el proceso: un trago de agua generoso de la botella que sabiamente he calzado en último instante al salir de casa para combatir este calor primaveral de finales de invierno, y unos cuantos parpadeos para ejercitar la visión y así luego apagar por un largo rato.

Cuenta atrás. Suena el primer petardo que da inicio al espectáculo. Vaya, algo extraño ocurre en mí. Abro los ojos rápidamente, y los vuelvo a cerrar para seguir con mi ejercicio. Hoy el propósito es diferente: quiero experimentar qué se siente al vivir una mascletà con los ojos cerrados. Empieza todo a temblar con el concierto de explosiones tan de Fallas, y siento de nuevo otro pinchazo, como hace un rato. Entonces un escalofrío recorre mi cuerpo entero, sin dejar un pelo a salvo. Imagino a la gente que está presenciando esto mismo que yo, pero por alguna extraña razón esta vez lo siento muy diferente. Completamente diferente. Vale, sí, mantengo los ojos cerrados como parte de este experimento, pero no, no es eso. Me refiero a que siento algo extraño en mí. A medida que avanza el despliegue de petardos y cohetes, mi corazón se encoge por segundos, contrayéndose hasta el punto de hacerme sentir pavor, miedo, angustia. Y aparece, en un instante, una película a cámara rápida de recuerdos, paseándose por mi mente. Me traslado lejos, muy lejos de aquí. La explosiones son reales. Hace tanto tiempo de aquello...

Yo a penas era un niño iraquí recién nacido, pero las bombas y la guerra no entienden de edades. Por no entender, no entienden de nada. Absolutamente de nada. Recuerdo que tendría tan sólo unos días de vida. Lo recuerdo aunque parezca imposible. Quizá lo propio habría sido no ser consciente de ninguna memoria de aquella época en que empezaba a latir, a descubrir el mundo a través de mis sentidos; o quizás lo normal sería decir que los primeros sonidos importantes en mi vida fueron las voces de mi familia haciendo carantoñas y diciendo esas palabras para bebés y poniendo esa voz tan peculiar. Pero no. La banda sonora de mis primeros días de vida está compuesta por las bombas que estallaron en el inicio de la guerra del Golfo, allá por el año 90. Era horrible. Se metía en los tímpanos, como queriendo reventar el sonido en el interior de nuestros cuerpos, llegando a cada célula del organismo, para así matarnos en silencio. Cobardes. Eso es lo que son aquellos que usan las armas. Soldados repletos de miedo, poniendo en sus bocas la sin razón lógica de sus gobiernos, mediando con balas en lugar de palabras. Se llevaron a mi madre ese mismo día, y no puedo perdonarlo...

Se me escapa inevitablemente una lágrima a pesar de que mis ojos siguen cerrados. La gente sigue a mi alrededor, y esta mascletà parece que está llegando a su fin. Por fin. Los petardos se hacen más continuos y estruendosos. Mi corazón se bate entre recuerdos intentando aguantar la embestida. Llegan los aplausos...

Abro los ojos. En pie se mantienen los edificios bajo un cielo azul deslumbrante. El sol se refleja en las miradas de todos los espectadores acalorados que abarrotan el lugar. Empieza a haber cierto movimiento, casi imperceptible pues nos conducimos unos a otros con el leve caminar de nuestros cuerpos. Pero yo decido quedarme a respirar por un momento ese olor a pólvora pacífica. Tan diferente. Y no, no se me olvida, que la guerra aún continúa, aunque yo ahora esté lejos y tenga 23 años de vida.









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