Las lágrimas se
deslizan por mis mejillas mientras el traqueteo de este vagón no cesa; llegan
hasta perfilar mis labios y entonces nace esbozada la más pura de mis sonrisas.
No es para menos: tengo el mundo ante mí encerrado en apenas unos metros
cuadrados que viajan sobre unas vías de tren de algún tiempo lejano. Saco lápiz
y papel mental y empiezo a imaginar...
Hay miedo en sus ojos
por encontrar desafío en esos otros que le están mirando sin cesar. Hay amor en
sus miradas acarameladas que comparten una eterna confianza. Hay una inmensa
complicidad en sus sonrisas que escondidas, muestran un amor valiente en contra
de la gente. Hay un abismo de suerte esperando en su piel curtida, por trabajar
de noche y de día. Y en la nada, su mirada perdida, hace llenarme de todo y
sentirme injustamente afortunado. Hay también, a su lado, una piel gastada que
perdió su identidad en cualquier antro de mala muerte; ya ni su dignidad se
sostiene y yo me pregunto quién le va a salvar una vez más de meterse. Hay un
tornillo en el suelo, quizás suelto de alguna cabeza, que danza a la par que el
tren avanza y me hace imaginar cuántas historias pasan sin que nos podamos
percatar. Pero en tan sólo un instante mi corazón se detiene porque hay una bolsa
extraña sin dueño que me trae tan malos recuerdos; se congela mi calma y
empiezo a temblar. Y aparece entonces, de repente, entre tanta gente, la mirada
de un niño moreno con ojos inmensos que me devuelve a la vida y me regala la
más inocente de sus sonrisas.
¡Ay...! Hay un suspiro profundo y limpio, tranquilo y lleno de paz, que me hace recobrar el aliento. Sonrío y me bajo del tren, de vuelta a la realidad.
¡Ay...! Hay un suspiro profundo y limpio, tranquilo y lleno de paz, que me hace recobrar el aliento. Sonrío y me bajo del tren, de vuelta a la realidad.
Imágenes tomadas a lo largo de los meses de Septiembre, Octubre y Noviembre de 2012 en el metro de la ciudad de Nueva York.
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